El amor.
Éste hacía florecer lo más bello y lo más horrible de las personas. Hacía que el tiempo se parara o que la realidad fuera una mera y sencilla ecatombe. Todo podía ser o bueno o malo. No había término medio.
Una señora, ya mayor, nos avisó:
-¡Tened cuidado, nunca juguéis a quereros!
Que razón tuvo. Nos queríamos, si, pero no nos dábamos cuenta del daño que nos hacíamos. No queríamos vernos alejados, con otros, charlando con el agua ni tan siquiera. Los celos, gran acimpañante del amor, comenzaron a brotar. Todo aquello que nos parecia hermoso, genial. Empezó a ser una simplicidad, una mierda.
Comenzamos a no sentir nada, a marchitarnos interiormente, hasta quedarnos el uno y el otro adormilados hasta la hora de morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario