lunes, 14 de marzo de 2011

Lejanía

Ya era tarde y sobre aquella plaza de pueblo, yacía una estupenda noche de verano. Nosotros estábamos tumbados mirando a la luna cómo menguaba. Contabas estrellas entre risas, y yo escuchaba el canto del rio y el correr de los ríos. Era una noche mágica. Una noche que se ilustra en los cuentos. Los niños corrían inocentes, las señoras hablaban del tiempo. El tiempo daba una tregua. Todos eran felices, pues aquel pueblecito no temía lo que podría pasar. Llegó él. Malvado en sí a la vez que delicioso. Quizás lo más odiado y a la vez lo más ansiado. Por quéno quizás lo más codiciado por todo aquel que se sienta humano.

El amor.

Éste hacía florecer lo más bello y lo más horrible de las personas. Hacía que el tiempo se parara o que la realidad fuera una mera y sencilla ecatombe. Todo podía ser o bueno o malo. No había término medio.
Una señora, ya mayor, nos avisó:
-¡Tened cuidado, nunca juguéis a quereros!
Que razón tuvo. Nos queríamos, si, pero no nos dábamos cuenta del daño que nos hacíamos. No queríamos vernos alejados, con otros, charlando con el agua ni tan siquiera. Los celos, gran acimpañante del amor, comenzaron a brotar. Todo aquello que nos parecia hermoso, genial. Empezó a ser una simplicidad, una mierda.
Comenzamos a no sentir nada, a marchitarnos interiormente, hasta quedarnos el uno y el otro adormilados hasta la hora de morir.

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